martes, 14 de junio de 2011

¿Qué Espíritu nos mueve?


A los hombres se les reconoce y aún se les califica por el espíritu que les anima:
-         El espíritu del poder anima al político, y sin él, posiblemente se quedaría tranquilamente en su casa. Al menos, eso es lo que pensamos los que no participamos de ese espíritu y apenas comprendemos cómo un hombre soporta la carga de ese poder que, para ellos, debe tener un atractivo especial.
-         El espíritu de la competición anima al deportista y por él se entrena y se esfuerza. Subir al podium de los mejores es su gran meta y su gran recompensa.
-         El espíritu del dinero y de la influencia puede animar al ejecutivo, al hombre de negocios que vive día a día y momento a momento la tensión de un trabajo a veces agotador.
-         El espíritu de la vanidad puede animar a una “estrella” y estar siempre de actualidad y en primera fila le compensa de los sacrificios que tenga que hacer para conseguirlo.
-         E incluso, hay hombres y mujeres a los que calificamos diciendo: “no tienen espíritu”. Son los apáticos, los indiferentes, aquellos a los que resulta difícil saber cuál es el impulso que los anima, porque más bien parecen “inanimados”.
Esto es así. De tal manera que, parafraseando algunos dichos al uso, al hombre se le reconoce perfectamente viendo el espíritu que le anima.
Al cristiano, también.
Si un hombre o una mujer:
-          eligen siempre el último lugar pudiendo estar el primero por derecho propio...
-         Es amigo de la verdad y procura ser siempre sincero...
-         Si no hace distinción de personas, sonriendo a los ricos y tratando despectivamente a los pobres...
-         Si cumple en su trabajo con responsabilidad y se alegra de que otros colaboren... para ir pasando él o ella a un segundo plano, sin sentirse molesto...
-         Colabora, buscando el bien de todos y no está pendiente de elogios y felicitaciones...
-         Si no duda en dar generosamente su tiempo y su dinero a los demás, para que sean un poco más felices.
-         Si es capaz de dejar su casa, su porvenir y su dinero para que la entrega a los demás sea más completa y sin trabas de ningún género.
-         Si ama al prójimo como a sí mismo.

Y si todo esto lo hace por Dios: estamos ante un cristiano o una cristiana al que anima el Espíritu Santo y al que se reconoce al primer golpe de vista.
Pero, sinceramente: ¿cuántos cristianos hay así? Quizá no muchos. Es posible que, en cuanto a espíritu cristiano se refiere, seamos legión, aquellos a los que se nos podía calificar como “hombres sin espíritu”, porque el espectáculo de nuestra vida espiritual es el de una vida apática, indiferente y vulgar. Vamos arrastrando pesadamente la carga de  unos actos cultuales a los que acudimos por “obligación” (¿Vale esta misa para mañana?, es una pregunta que se suele hacer...), y después de “cumplir”, apenas ya nos queda nada de “ESPÍRITU” –con mayúscula- en nuestra vida. Podría decirse que estamos en una etapa semejante a la de los apóstoles en Pentecostés: miedosos, indiferentes, sin captar la gran misión para la que Cristo les había elegido a ellos y nos ha llamado a nosotros.
Por eso, la frase de Cristo: “Recibid el Espíritu Santo”, es, o debe ser, una urgencia en  la trayectoria de nuestro cristianismo. Nos hace falta la confirmación de nuestra fe. Nos hace falta vivir del Espíritu y que su impulso imparable nos sacuda de esa modorra en la que vegetamos sin ser capaces de ofrecer al mundo el espectáculo de un hombre o una mujer o una comunidad que cree y porque cree vive de acuerdo con sus creencias. Hoy no puede ser un día más en el que celebramos ritualmente la “venida del Espíritu Santo”, cantamos su himno –que es precioso- y continuamos sin más, viviendo “sin espíritu”. Hoy debe ser un día pleno, trascendente, que deje huella y que nos impulse a llenar ese vacío que encontramos a nuestro alrededor y que muchos han llamado “crisis de espíritu” y que, para nosotros, es crisis de Espíritu de Cristo, es decir, de Espíritu Santo.

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